martes, 16 de febrero de 2010

Crecí

Y no me gusta nada.
No me divierte saber que la inmunidad de la adolescencia caducó. Que estoy a muchos escalones arriba (que, por cierto, miro desde acá al suelo con vértigo y curiosidad, pero a la vez ese mismo agite en el estómago y esa blandura de los pies asustados es lo que me tira al anhelo de volver tres capítulos atrás) y el panorama es mucho más amplio. Y diverso.
La diversidad es ilustre y eficaz.
Pero la madurez está plagada de cánones y preconceptos -aclaración: puede que a simple lectura resulte altamente prejuiciosa, pero aclaro que mis prejuicios son mucho más livianos de lo que parecen-, acciones y fines claves y vidas acartonadas. Es una madurez de selección, un producto.
Imaginemos la siguiente situación: una marca reconocida fabrica colchones para el uso cotidiano (dormir, sentarse, saltar, tener sexo, hacer "vuelta carnero"). La máquina produce éstos elementos en serie, mismo interior, mismos resortes, misma tela exterior, mismas medidas. los que no cumplen el testeo de calidad, chau, quedan fuera del mercado. Bueno, algo así funciona la vida adulta y pasa lo que pasa cuando uno no calza justito.
Te tiran al asfalto (sí, te revolean a la fuerza, porque un mandato superior, magnánimo, determina que así sea) y vos estás en pelotas. El desamparo es un cambio drástico, y para revertirlo implica toda una serie de mecanismos para autoreconstruirse "Guacha, ahora tenés que aprender a hacerlo sola" y aprendemos a categorizar, nomás (o mejor dicho, aprendemos las categorías como los comandos de los videojuegos). Vida plena, comodidad total, simplicidad en su máxima expresión; simplicidad, plenitud, comodidad, plenitud, simplicidad. Y nos olvidamos de las utopías formuladas en nuestra adolescencia, la quejas fervientes y la indignación impresa en la rebeldía, en el boca en boca, esa difusión tan elemental y rudimentaria que nos parece mayúscula, extraordinaria.
Y tengo miedo. Un poco por lo que espero de mí y otro poco por los personajes con los que me voy a topar en la vida.
Uno nunca sabe.

Ojalá nunca pierda las ganas de aprender y no meterme en el vicio de tener (o que él me meta a mí); ojalá nunca deje de mirar con orgullo mi familia, por más baches y costumbres que no comparto, por más errores que tenga. Espero nunca olvidarme de dónde vengo ni con qué ideas me forjé; voy a procurar seguir siendo como hasta ahora, lejos de pretender grandes cosas sino que desear saber mucho y difundirlo.


L.

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